domingo, 25 de noviembre de 2012

ANTIGUA LUZ


                                                    
                  Antigua luz. John Banville. Alfaguara. 2012. 293 páginas.

La semana pasada reseñamos aquí Muerte en verano, la ultima novela de Benjamín Black, el pseudónimo o alter ego que el escritor John Banville utiliza para sus narraciones de género negro. La propia editorial Alfaguara acaba de publicar recientemente en nuestro país Antigua luz, el esperado nuevo libro de Banville, uno de los novelistas más destacados del actual panorama literario internacional. El autor irlandés ganó el pasado año el prestigioso Premio Franz Kafka y su nombre figuraba hace unas semanas entre los posibles candidatos al Premio Nobel de Literatura.

Antigua luz forma una trilogía con Eclipse (2002) e Imposturas (2003), pero puede leerse con total independencia de las mismas. El narrador de la novela es Alexander Clave, un actor de teatro que a los 65 años recuerda su iniciación erótica con la señora Celia Gray durante los años cincuenta en una pequeña población irlandesa. Él era entonces un fogoso muchacho de solo 15 años y ella, una atractiva mujer madura de 35, que además era la madre de su mejor amigo. Ahora, Alexander está casado con Lydia, con quien tuvo una hija que se suicidó unos años atrás, y va a rodar una película con Dawn Davonport, una de las estrellas cinematográficas del momento.

Estas dos historias se van intercalando en la narración, aunque predominan los recuerdos del episodio amoroso inicial con la señora Gray. Y aquí toma protagonismo uno de los temas de la novela: la memoria, con sus trampas, sus vacíos, sus errores y su difuminación y pérdida con el paso del tiempo y la lejanía de los hechos recordados.

Pero si algo destaca en la narrativa de John Bandeville es su primoroso estilo literario, su cuidado extremo por el lenguaje, su permanente búsqueda de la palabra exacta y de la frase redonda. Si en sus novelas negras tiende a la concisión, aquí cultiva  un periodo más largo y elaborado y se recrea en el detalle. Tanto o más que lo que narra, que en esta novela en definitiva no es demasiado, lo importante en Banville es casi siempre cómo cuenta y verbaliza su relato. En este empeño es innegable su vinculación con la escritura de su paisano Joyce, de la misma manera que en su tratamiento del erotismo hay evidentes ecos de Nabokov. La historia del joven Alex y su iniciación sexual en brazos de una mujer madura guarda algunas similitudes  –tal vez menos de las que algunos han querido ver y con una evidente inversión en el papel de los sexos–  con la famosa novela Lolita del gran novelista ruso afincado posteriormente en Estados Unidos. Sin embargo, en Antigua luz hay muchas más cosas que el lector paciente y atento irá descubriendo gozosamente en su lectura.

Carlos Bravo Suárez
             

domingo, 18 de noviembre de 2012

JOAQUÍN COSTA, BREVE BIOGRAFÍA DE JUVENTUD (6)




Ante la adversidad amorosa, Joaquín Costa buscó el consejo de su maestro Francisco Giner de los Ríos. La carta que envió al pedagogo malagueño en diciembre de 1877, publicada como el resto de las aquí citadas por Cheyne en el libro “El don de consejo” (Guara Ediciones, 1883), es el mejor documento para entender cuál era el problema desde su perspectiva de enamorado. Es necesario reproducirla en buena parte porque en ella Costa explica con claridad las causas de su pena:

 "Usted que posee el don de consejo, y que es acaso mi único amigo, habrá de tomarse el trabajo de asistirme con sus luces en un asunto delicado que sólo con usted y con otra persona distante puedo consultar. (...) Usted no recordará ya que días antes de partir para Cabuérniga, en Cuenca, le dije (...) que vivía en Huesca una niña que me merecía tan vivas simpatías, que a ella uniría mi suerte, caso de acceder ella y su familia. Lo que no le dije fue que por verla y tratarla me había hecho trasladar a Huesca, alegando otros pretextos: se había despertado ya en mí verdadera pasión hacia ella y luego ha ido creciendo y desarrollándose en términos que acaban de ahogarme. Intimé su trato y frecuenté su casa, dando tiempo para conocerla  y que me conociese: comprendí su mérito, y se hizo una necesidad imperiosísima para mi alma, a punto de vincular en ella todo mi porvenir: le inspiré simpatías: las gentes nos tenían ya por prometidos. En este estado, hablé a su madre, por razones que no son del caso, y después de varios incidentes y alternativas que me han robado el sueño y el estímulo del trabajo (hace un mes que lo tengo todo interrumpido y en suspenso) me ha declarado ella, la niña, que también sufre por causa mía, que también ha luchado y lucha, pero que ha surgido entre los dos un abismo que parece imposible de llenar. El abismo es éste:

El padre, aunque médico y catedrático, es ultramontano intransigente, si bien supo transigir con D. Alfonso porque no le embargasen los bienes por carlista: la niña no es hermosa; no es rica: sus atractivos y su mérito están en sus condiciones de carácter, discreción, talento, cultura, sentido práctico e idealidad, al par que atesora, y es una de sus cualidades suyas, el ser religiosa, sin ser mojigata. La familia es modelo, entre los modelos de las familias españolas; de ella forma parte un canónigo, hermano del padre; viven todos de un mismo pensamiento; son amigos de mi tío Salamero. Con estos elementos, comprenderá usted el género de nube que se ha interpuesto entre los dos y el abismo que ella me ha señalado: le han dicho que no concuerdan con las suyas mis opiniones religiosas, que hago propaganda de la Institución Libre de Enseñanza, en la cual se explican doctrinas anticatólicas o se admite la posibilidad de explicarlas, etc., y que por tanto, ni ella podría hacerme feliz, ni yo a ella. Es la historia de siempre, la historia de la decadencia del gentilismo, la historia de los tiempos en que estamos entrando..."

En enero del siguiente año llegó la respuesta de Giner. En ella amonesta a Costa por "enamorarse hasta la pasión sin cerciorarse previamente del modo cómo esa señorita había de juzgar y recibir la divergencia de sentido religioso". Y porque "usted no debió entregarse y dar aliento a sus primeras simpatías, hasta asegurarse de que esa señorita reunía todas las condiciones esenciales para hacer su vida con la de usted una sola". Además, Giner añade que "a la oposición de los padres, doy ciertamente valor (...), pero, si la mujer responde a nuestros sentimientos esa oposición se desvanece siempre". Por eso, continúa, "la grave, es la actitud de esa señorita". Y finalmente da a su amigo el consejo que le había solicitado: "El principio de conducta es éste: dada la situación actual, si usted cree poder persuadir a esa señorita de que puede irse a la gloria casada hasta con un ateo, persuádala y cásese". Pero, "si no hay fundados motivos para suponer que volverá sobre su primer modo de comprender las cosas, abandone usted el campo resueltamente y sin insistencias, que serían ya una ofensa a la conciencia de esa señorita, y envolverían una persecución impropia de un hombre de honor". Giner se despide con la esperanza de que Costa no decaiga ni ante los demás ni ante sí mismo, porque "los hombres deben guardar para la intimidad sus penas y dolores" y "en público, morir, si es preciso, con la sonrisa en los labios, con gracia y sin caer en la sensiblería".

Giner pone de relieve en su carta que pese a la oposición de sus padres, que Costa estima decisiva, es probablemente la propia Concepción quien rechaza a su pretendiente por la discrepancia religiosa que se abre entre ambos. La respuesta del altoaragonés al pedagogo rondeño lleva implícito un cierto tono de reproche: "Usted no es un hombre, es una categoría", empieza escribiendo Costa. Pese a todo, acepta sus consejos con una mezcla de resignación e ironía: "Es verdad: nada de comunión de penas; nada de válvulas, sonrisa de primavera sobre el cráter; ya que nacemos llorando, muramos riendo; seamos héroes, no mujeres: tengamos corazón para sufrir y para esconder el sufrimiento". En la siguiente carta, última en la que aparece este asunto sobre el que ya no vuelve a tratarse en su larga correspondencia, Giner rechaza haber censurado la actitud de Costa y hace a éste una confidencia personal, casi insólita en persona tan discreta y reservada con su intimidad y, según Cheyne, poco destacada por sus biógrafos: "Conozco por experiencia ese género de contrariedades y con ellas lucho ahora mismo: con la diferencia de que yo voy a tener pronto 40 años y usted tiene 30. Esto es: yo comienzo a dudar de poder resolver mi asunto; y usted se casará con esa señorita o con otra. Dígame pues de todo; ánimos, cuídese y déjese de tonterías."

La otra persona a la que Costa pide consejo es el canónigo don Modesto de Lara. Al ser éste amigo de la familia Casas, Costa busca que interceda ante ella en su favor. El canónigo llama a Joaquín a Zaragoza, donde ahora reside, y le propone un plan un tanto maquiavélico: Costa debe escribirle dos cartas desde Huesca con fecha falsa, dirigiéndose a él como si fuera su confesor y explicándole su problema. Don Modesto las hará llegar a Don Serafín y a su hermano don Bruno Casas, canónigo de la catedral de Huesca, para que vean que el pretendiente de Concepción no es tan poco religioso como de él se dice. Por su parte, Don Modesto contestará a Joaquín en los términos adecuados para que éste pueda enseñar las cartas a Concepción y poder influir sobre ella. Costa, enamorado hasta la médula, acepta el plan, aunque no sin mostrar escrúpulos: "El plan era magnífico, pero también miserable y contrario a la sinceridad y al honor y a la conciencia, puesto que él y yo mentíamos y armábamos acechanzas a una conciencia, si bien preocupada y fanática. Amo tanto a Concha Casas que todo me parecía perdonable". Y no deja de resultarle paradójico que mientras un racionalista le aconsejara "con la voz de Dios y fuera su conciencia objetiva", un clérigo se pusiera de su parte pero "con la voz del diablo" y fuera "la lisonja de su pasión y su provecho".

Sin embargo, la estrategia de Don Modesto no funciona, y Costa conoce directamente la opinión del padre de Concha por la carta que éste envía al canónigo puesto a celestino. La respuesta no puede ser más contundente. Tras alabar la inteligencia, la erudición y las "costumbres severas y fino trato social" del pretendiente de su hija, Don Serafín pasa a mostrar sus aspectos negativos y los motivos de su rechazo:

"Oscurece sin embargo este hermoso cuadro la educación científica y literaria recibida en la Universidad Central, de profesores krausistas ... así como el pertenecer en cuerpo y alma a la Institución Libre, cuerpo docente completamente librepensador, y por tanto refractario a toda autoridad superior a la ciencia y a la razón, únicas deidades a las que rinden culto (...) Y como yo soy ...católico, apostólico, romano rabioso, ultramontano, como se dice, ... y por tanto hijo sumiso de la Iglesia, (...), partidario de la infalibilidad del Papa, etc., de ahí que me haga mal y deplore, que tan simpático joven, a quien mi corazón busca, mi cabeza rechace... Pero ha tenido la desgracia de que sus antecedentes conocidos en cuanto al sesgo dado a sus estudios y a algunos de sus escritos hayan puesto en guardia aquí a los católicos eclesiásticos y laicos, y pasa fatalmente por adalid y aun propagador de la filosofía alemana en esta localidad..."

Acaba Don Serafín aludiendo a la existencia de otro proyecto matrimonial para su hija y rogando a Don Modesto que haga desistir a Joaquín de sus intenciones. El asunto parece, por tanto, concluido y sin esperanzas para el joven Costa. Sin embargo, éste sigue viendo a Concha y ella le confiesa que también sufre por la situación creada, aunque cada vez muestra más frialdad hacia su pretendiente. A la mente de Joaquín acuden los complejos que, tal vez no siempre con motivo, suelen acompañarle, y achaca el distanciamiento a sus problemas físicos y a la pobreza económica de su familia. Incluso, olvidando los consejos de Giner, pierde los papeles y ofende a Concepción enviándole unas "Meditaciones y Confidencias" que precipitan la ruptura definitiva. Él mismo reconoce su error: "He perdido la calma, me he vengado, fingiendo un odio que no abrigo, escribo cobarde una carta insultante, pero ¡ay! esta carta no era sino otra vez el amor." Ella le contesta enfadada que "como mujer no olvidaré nunca jamás...que es usted el único hombre que se ha permitido prodigarme sin ningún derecho tamañas ofensas".

Aunque la ruptura se produce y Costa abandona Huesca en 1879, aún se mantiene entre ellos una esporádica correspondencia epistolar. Joaquín escribe a Concepción algunas cartas, varias en francés, y en una de ellas,  esta vez en español y desgraciadamente no fechada, hace un resumen de las causas que en su opinión impidieron que la relación continuara: "...hay entre usted y yo un tío que me odia por liberal, un padre a quien inspiro yo repugnancia invencible por igual motivo y una mamá que me aprecia como hombre, pero que me desdeña por pobre, y si bien a usted la conceptúo mejor que a todos tres, y con ánimo para saltar por encima de estos dos obstáculos, no así para pasar por encima de aquellas tres personas".

Carlos Bravo Suárez

Artículo publicado hoy en Diario del Alto Aragón

Imágenes: Francisco Giner de los Ríos y una estamPa de la ciudad de Huesca a finales del siglo XIX



MUERTE EN VERANO


                                  
  Muerte en verano. Benjamín Black. Alfaguara. 2012. 298 páginas.

Benjamín Black es el seudónimo con el que el escritor irlandés John Banville (1945) firma sus novelas de género negro. Con este nombre, ha publicado anteriormente cuatro libros editados en España por Alfaguara. En tres de ellos el protagonista es el doctor Quirke, un médico forense con vocación de detective que también protagoniza Muerte en verano, la última novela firmada por el alter ego de Banville.

Aunque hay alusiones a los relatos anteriores, Muerte en verano se lee sin ningún problema de manera independiente. La acción se desarrolla en Dublín, en la década de los años 50, durante un verano inusualmente caluroso en la capital irlandesa. El relato se inicia con el supuesto suicidio de Richard Jewel, un magnate de la prensa y rico hombre de negocios con muchos enemigos y poca gente que lo aprecie. Tanto el inspector Hackett como el doctor Quirke descubren enseguida que Jewel no se ha quitado la vida sino que ha sido asesinado. Y ahí comienza una investigación en la que el principal sospechoso es el rival en los negocios del fallecido. También la esposa y la hermana de Jewel pueden parecen implicadas en su muerte. La primera es una atractiva, elegante y seductora mujer francesa con aires cinematográficos de femme fatal; la segunda, una joven que sufre graves trastornos psicológicos. A ellas se añade una tercera mujer, la hija de Quirke, que comenzará a salir con el ayudante de su padre en el hospital. La  resolución de la intrincada trama pone al descubierto hechos inesperados que aquí obviamente no puedo ni debo revelar.

La novela presenta un ritmo rápido y absorbente que no decae en ningún momento. Mantiene varias líneas argumentales que poco a poco se entrelazan tejiendo una tupida malla narrativa. Además de los elementos propios de la investigación, cuyo peso lleva mucho más el forense Quirke que el inspector Hackett, hay en la novela espacio para la descripción del amor, la seducción y las relaciones sentimentales que afloran entre los personajes. El relato evoca por momentos a algunas películas clásicas del género negro: hombres con traje y sombrero, mujeres elegantes y misteriosas y considerables dosis de alcohol y cigarrillos. Muerte en verano está muy bien construida y estupendamente escrita, como no podía ser de otro modo en uno de los grandes autores actuales que con su nombre real, John Banville, acaba de publicar en España su esperada nueva novela, Antigua luz, que tenemos intención de reseñar aquí la próxima semana.

Carlos Bravo Suárez

domingo, 11 de noviembre de 2012

LA VUELTA DEL DETECTIVE ANÓNIMO


                                         

El enredo de la bolsa y la vida. Eduardo Mendoza. Seix Barral. 2012. 272 páginas.

Con catorce novelas publicadas, algunas de ellas entre las más importantes de la literatura española de las últimas décadas, Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) es uno de los principales escritores actuales de nuestro país. Ya desde sus orígenes literarios, hace casi cuatro décadas, encontramos al menos dos líneas diferentes en la obra narrativa del autor barcelonés. Su primera novela, publicada en 1973, fue La verdad sobre el caso Savolta, una historia ambientada en la convulsa Barcelona obrera y burguesa del primer cuarto del siglo XX. Tras esta narración seria y de documentada raíz histórica, Mendoza publicó en 1979 El misterio de la cripta embrujada, una divertida y disparatada parodia cuyo protagonista era un detective loco, del que nunca se decía su nombre, sacado de un manicomio para intentar resolver la misteriosa desaparición de una niña de un internado religioso. Ese mismo personaje será el protagonista de El laberinto de las aceitunas (1982), La aventura del tocador de señoras (2001) y también de la recientemente publicada El enredo de la bolsa y la vida (2012).

El loco detective anónimo, ahora peluquero en bancarrota y sin clientes, investiga en esta novela la desaparición de su antiguo amigo Rómulo el Guapo. El caso se complica y se enreda con un asunto de terrorismo internacional. Para llevar a cabo la investigación, el detective sin nombre se rodea de unos singulares personajes que constituyen un inefable y extraño equipo colaborador: el timador profesional Pollo Morgan y el negro albino Kiwijuli Kakawa, conocido como el Juli, que actúan como estatuas vivientes; el joven Manhelic, repartidor de pizzas; la rusa, antes estalinista y ahora acordionista callejera, apodada la Moski; el dueño de un centro de yoga que se hace llamar Pashmarote Pancha; Armengol, propietario del restaurante económico de nombre “Se vende perro”; y una adolescente de trece años a la que llaman Quesito. Una verdadera fauna urbana de la Barcelona cutre y marginal que sufre la crisis económica de manera directa y en primera persona. Mejor les va a los chinos que regentan un bazar junto a la peluquería del protagonista. El abuelo Siau, con sus agudas y sentenciosas reflexiones, logra enseguida las simpatías del lector y se convierte en un destacado personaje de la novela.

Eduardo Mendoza es uno de los escritores españoles actuales que más y mejor cultiva el humor y la ironía en su literatura. Hay también sin duda en este humor un componente crítico y realista, aunque se trate de una realidad desfigurada, observada, como en los esperpentos valleinclanescos, a través de unos espejos cóncavos que la deforman y retuercen, acercándola en cierta manera, además de al esperpento, al surrealismo, el disparate, la parodia y el absurdo.

Carlos Bravo Suárez

domingo, 4 de noviembre de 2012

JOAQUÍN COSTA, BREVE BIOGRAFÍA DE JUVENTUD (5)



          
Los padres de Costa, agricultores cada vez más pobres, apenas han podido ayudarle en esos años de estudiante universitario en Madrid, aunque al parecer llegaron incluso a vender una finca para contribuir materialmente a los estudios de su hijo. El biógrafo del León de Graus, Luis Ciges, con la ayuda de las notas escritas por el propio Joaquín, describe un dramático cuadro familiar tras una visita hecha a Graus por el joven universitario en un periodo vacacional.

“El hogar es todo decrepitud y miseria. El padre, enfermo; el hermano Juan que ayudaba al Cid, recién muerto de viruelas, envejecida y acabada la madre. Padre, madre y demás familiares, hacinados en mitad del cuarto que tuvieron antes, del cual quiere expulsarlos ahora el propietario, que también busca pleitos negándoles deuda alguna por su trabajo”

Delante de esta situación, Costa, que ha venido a Graus desde Madrid, se siente culpable y escribe:

“Acordéme del gasto loco hecho por nosotros en el viaje de Madrid hasta aquí. No podía consolarme en la cama; me arrancaba el cabello de la cabeza, me escondía la cara en las manos como avergonzándome de mí mismo, aun en la oscuridad”. “¡Ay! ¡Quisiera no haber venido! ¡Quisiera no haber estudiado, y que mis manos ganasen el sustento de mis padres!”

Ante este panorama familiar, Costa tuvo que pedir de nuevo dinero prestado a quienes podían ayudarle, entre otros a su tío Salamero, con quien cada vez mantenía mayores diferencias políticas y religiosas. Al joven Joaquín le molestaba mucho que su tío se vanagloriara ante los demás de las ayudas que prestaba a su sobrino. Tener que pedir dinero a él y a otros le producía un enorme sufrimiento. Su obsesión con no deber nada a nadie le llevaba a apuntar todos los préstamos recibidos en esos días con la intención de devolverlos en cuanto pudiera hacerlo.

Por fin, las cosas mejoraron algo y el ya licenciado en Derecho y  Filosofía y Letras empieza a trabajar en la universidad como profesor supernumerario. Sin embargo, en 1875, Francisco Giner de los Ríos, pedagogo y fundador de la Institución Libre de Enseñanza, es apartado de la Universidad de Madrid por sus ideas krausistas y liberales. Costa, que  siente gran respeto y admiración por su antiguo maestro, se solidariza con Giner y renuncia a su puesto de profesor. Él mismo explica su frustración en su diario:

"¡Pero qué desventurada criatura que soy! Cuando al cabo he llegado a auxiliar, cuando se acerca junio, y con él el derecho de ser jurado en tribunales de examen y sacar 50 o 60 duros, voy a tener que renunciar al título de profesor supernumerario".

Decide presentarse entonces a las oposiciones para Oficiales Letrados de la Administración Económica y obtiene el segundo puesto. Por real orden del 12 de septiembre de 1875, fue nombrado oficial letrado para la provincia de Cuenca. En ese mismo mes, perdió el premio extraordinario del Doctorado de Filosofía y Letras frente a Menéndez Pelayo, en una decisión que Costa siempre consideró injusta. Por estos años, su gran aspiración era convertirse en catedrático de la Universidad y hacia ese empeño orienta su futuro laboral. Sin embargo, la institución universitaria estaba en aquel tiempo dominada por los sectores más conservadores que postergaban a quienes tenían fama de liberales o krausistas. Aunque, pasado el asunto Giner, nuestro paisano fuera propuesto por dos veces para convertirse en catedrático y tuviera para ello más méritos que nadie, el decreto que dejaba en manos del ministro la designación de este cargo entre una terna de candidatos le cerraba cualquier posibilidad real de lograr su deseo. Esto supuso sin duda una gran injusticia y privó a la Universidad española de contar con los servicios de una de las mejores mentes de la época. Desengañado y sin esperanzas, el altoaragonés abandonó definitivamente sus aspiraciones universitarias para trabajar primeramente como oficial letrado, después como abogado y más tarde como notario.

En este relato biográfico del Costa joven voy a referirme ahora a un episodio de su vida que tuvo para él una gran importancia en el plano humano y sentimental. Fue su frustrado amor por la joven oscense Concepción Casas.

Hasta la aparición de Concha Casas en sus notas y en su epistolario hay pocas y casi irrelevantes referencias a mujeres en la vida de Joaquín Costa. Cuando está en París, habla de comprarle unos pendientes a una tal Pilar, que algunos creen podría ser la hija de Don Hilarión. El propio Costa estima como imposible esa relación por ser él pobre y rica su pretendida.

Sin embargo, se percibe ya en el joven estudiante una imperiosa necesidad de amar y una dificultad en encontrar correspondencia a ese sentimiento. En 1868, escribe con la típica grandilocuencia romántica:                 

"¡Amor, amor! ¡Dicha! ¡No huyáis de mí! ¿Qué mal os he causado? ¡Ah! No me escuchéis, no: es preciso que sufra, es preciso que mi alma se vea torturada. ¡Amor, amor! ¡Habías de ser tú verdugo! ¡tú! ¡Ay! ¿De qué te sirve el amar? Amas, sí, amas intensamente, pero sólo el vacío, el horrible vacío responde a tu amor... (...)".

En 1870, Costa anota en su Diario la admiración que siente por Isabel Palacín, a quien siempre llamó Elisa: "¡Bellísima mujer! ¡corazón sensible!". Isabel es la mujer de su amigo y protector Teodoro Vergnes (o Bergnes, como a veces se le cita) y por ello no se permite nunca llevar más allá esa atracción platónica. Como se sabe, más tarde, cuando ella quedó viuda, de las relaciones entre Joaquín y Elisa nacería Pilar Antígone, única hija del escritor y jurista, a la que sin embargo nunca reconoció públicamente.

Por esos años, primera mitad de los setenta, cobra cierta relevancia en la vida del polígrafo la presencia de otra mujer: Fermina, que, como Pilar, aparece siempre en sus diarios sólo con su nombre de pila. Se trata de Fermina Moreno, a la que Costa conoció en casa del canónigo don Modesto de Lara, de quien era prima y doméstica en ese momento. En su Diario, Costa añade significativamente la frase "and his wife". Fermina era mayor que Joaquín y entre ambos surge una relación de ternura que el escritor parece considerar más como materno-filial que como ninguna otra cosa. Costa la tiene como "mujer de gran talento y exquisita sensibilidad", y ambos se confiesan sus penas y sus preocupaciones. Ella siempre cree en él y le ayuda a no caer en el desánimo por su pobreza; él la consuela cuando su primo el canónigo la abandona y deja sola. Cheyne no cree que la relación fuera más allá y reprocha a Ciges y a Olmet que en sus respectivas biografías del altoaragonés dejen entrever que hubo algo más entre ellos que una amistad que se fue paulatinamente enfriando.

Pese a estas breves y poco consistentes referencias anteriores a otras mujeres, puede decirse casi con total seguridad que Concepción Casas fue el primer y probablemente el único gran amor en la vida de Joaquín Costa. Veamos qué ocurrió entre ambos y por qué ese amor no pudo llegar a materializarse nunca.

A finales de agosto de 1876, Joaquín asistió en Graus a la boda de su hermana Martina y a su regreso a Cuenca, donde trabajaba como oficial letrado, hizo una parada en Huesca, donde conoció a Concepción Casas, a la que él llamará casi siempre Concha. Ella, hija del médico Serafín Casas, de una conocida familia oscense, tenía dieciocho años; él iba a cumplir los treinta en el mes de septiembre. Costa tenía el propósito de acercarse a Madrid, donde Francisco Giner de los Ríos le había ofrecido ser profesor en la Institución Libre de Enseñanza y sumar así un complemento a su sueldo de letrado. Logró el traslado a San Sebastián y más tarde a Guadalajara, acercándose de este modo a su objetivo en la capital de España. Sin embargo, inesperadamente, Costa aceptó una vacante como letrado en Huesca. El motivo no era otro que no haber podido olvidar a Concepción y querer acercarse a ella.

En junio de 1877, "El Diario de Huesca" se hace eco de la llegada a la ciudad de "uno de los hijos de la provincia que más la honran". Costa publicó varios artículos en dicho diario y desarrolló una activa vida social en la capital oscense. Contra sus austeras costumbres, gastó en ropa, bailes, teatros y conciertos más de lo que podía, y frecuentó los domicilios de algunas familias acomodadas, como los Casas y los Tolosana. Todo por estar más cerca de Concha y lograr la aceptación de su familia. Pero a la fama de su inteligencia y su talento, pronto se unió la desconfianza y el rechazo de algunos sectores de la ciudad hacia su racionalismo y sus ideas krausistas. También se criticó que no asistiera con regularidad a las misas de las fiestas de guardar. Ello no pasó desapercibido a la familia Casas, de condición muy religiosa y conservadora. Pronto Joaquín pasó de la euforia a la amargura, y vio cómo el amor con que Concepción parecía corresponderle empezaba a tener que superar obstáculos cada vez más difíciles de franquear.

Carlos Bravo Suárez

Artículo publicado hoy en Diario del Alto Aragón

Imágenes: Graus y Huesca a finales del siglo XIX

CRUELDAD Y SACRIFICIO


                                        
             Las flores de la guerra. Geling Yan. Alfaguara. 2012. 254 páginas.

Geling Yan  (1958) es una de las mejores novelistas chinas actuales. La escritora nacida en Shanghai, que vive ahora entre Berlín y Pekín, ha publicado más de veinte títulos entre los que destaca su novela La novena viuda, editada en España el pasado año por Alfaguara. Las flores de la guerra se publicó en China en 2006 y ha sido llevada al cine -con guión de la propia autora- por el famoso director Zhang Yimou, en una gran superproducción que optaba este año al premio Oscar a la mejor película extranjera.

Las flores de la guerra está ambientada en Nanjing, en plena guerra chino-japonesa, a finales de 1937, cuando las tropas japonesas acaban de entrar en la ciudad a sangre y fuego cometiendo en ella terribles crueldades. El relato transcurre en su mayor parte en el interior de la parroquia de Santa María Magdalena, una pequeña misión-escuela estadounidense donde solo quedan trece niñas chinas, ya casi adolescentes, que no han podido ser recogidas por sus padres. Al frente del lugar se encuentra el padre Engelmann, un hombre educado y decidido al que ayuda el padre Fabio, un personaje solitario y sin una identidad clara, pues aunque estadounidense de origen fue criado desde niño por una familia china.

La situación se complica cuando varias prostitutas se refugian en la misión y entran en conflicto con el grupo de niñas, hijas de buenas familias que desprecian a las recién llegadas. Los problemas aumentan al buscar también protección en la parroquia unos militares chinos heridos.

Con un estilo sobrio, conciso y contenido, Geling Yan logra expresar la fuerza de las diferentes emociones humanas en una auténtica situación límite. En medio de la crueldad de la guerra y los desmanes cometidos por el ejército japonés, queda aún algún resquicio para la amistad, el amor y el sacrificio. Las diferencias entre unas niñas bien y unas prostitutas quedan desdibujadas por la guerra y la necesidad de afrontar juntas unos momentos cruciales y terribles.

Además de los dos clérigos citados, dos personajes femeninos –uno de cada grupo de mujeres–  destacan en el relato: la niña Shujuan, que vive su primera menstruación al inicio de la novela, y la prostituta Zhao Yumo, hermosa, elegante y seductora, cuya valiente actuación final resultará decisiva.

Las flores de la guerra es una novela triste y conmovedora, una historia llena de crueldad y miedo, pero también de esperanza y capacidad de sacrificio.

Carlos Bravo Suárez