domingo, 28 de diciembre de 2014

SALIR DEL POZO


“El niño que robó el caballo de Atila”. Iván Repila. Libros del silencio. 2013.138 páginas.

Publicista, diseñador gráfico, corrector de pruebas, editor y gestor cultural, Iván Repila (Bilbao, 1978) debutó como novelista con “Una comedia canalla”, editada en 2012 por Libros del silencio. Esta misma editorial publicó el año pasado “El niño que robó el caballo de Atila”, su segunda novela. Si la anterior era una narración larga, urbana y con muchos personajes, esta es un relato corto y desnudo, sin referencias temporales externas y con una escasa trama que transcurre en medio del bosque y en la que solo aparecen dos personajes.

No es fácil reseñar “El niño que robó el caballo de Atila” sin desvelar casi todo lo que explícitamente ocurre en ella. La novela se inicia con la presencia de dos jóvenes hermanos que se encuentran en el bosque dentro de una profunda hondonada de la que, pese a sus sucesivos intentos, no logran salir y a la que no sabemos cómo han ido a parar. En ningún momento el narrador, externo y omnisciente, se refiere a ellos con otros nombres que no sean los de El Grande y El Pequeño. Ambos sobreviven a duras penas en condiciones precarias. Comen raíces, gusanos, larvas e insectos y beben el agua de la lluvia o la que se filtra, cenagosa e intermitente, entre las paredes de tierra que los aprisionan. A sus escuetas conversaciones en el fondo del pozo, se añaden los infructuosos gritos que nadie parece oír y los sueños y monólogos que muestran cómo a su deterioro físico se añade la progresiva pérdida de la razón y el avance de la locura contra la que ambos luchan denodadamente. Hasta las páginas finales del libro, donde se ofrecen algunas pistas para intentar entenderlo, se mantiene esta situación de encierro infranqueable de los dos muchachos. Es el mayor de ellos quien prepara la única escapatoria viable y aconseja a su hermano menor para que resista y sepa qué debe hacer si logra salir vivo del pozo en que se hallan.

Aunque estamos ante una novela corta, la estancia en la hondonada – prácticamente el único escenario en que sucede la historia– se prolonga en mi opinión demasiado y descompensa en cierta medida la estructura narrativa del relato, que por momentos, e incluso en su brevedad, puede llegar a hacerse algo insulso. La única referencia temporal que ofrece el narrador es la del tiempo interno de la narración, que abarca algo más de dos meses y medio. Un periodo que puede resultar excesivo desde el punto de vista de la verosimilitud de la supervivencia de los dos jóvenes que disponen de tan escasos recursos a su alcance.

Enigmática de principio a fin y difícil de interpretar, “El niño que robó el caballo de Atila” parece tener una intención alegórica implícita. Su simbolismo puede ir desde la identificación entre el pozo y el útero materno (“Este pozo es un útero, tú y yo estamos por nacer, nuestros gritos son los dolores de parto del mundo”) hasta remitir a la caverna platónica o ser simplemente una alegoría de la necesidad de salir del pozo, la lucha por la supervivencia o la solidaridad entre hermanos. Más oscura resulta la figura de la madre y el poco explicado papel que desempeña en la historia.

Muy destacable es la prosa de Iván Repila, lírica por momentos y, sobre todo, poblada de hermosas y audaces metáforas. Tanto por su extraño contenido como por la plasticidad y belleza de su estilo literario, estamos ante una novela que podrá gustar más o menos a los lectores, pero que en ningún caso los dejará indiferentes.

Carlos Bravo Suárez

domingo, 21 de diciembre de 2014

RECUERDOS DE FAMILIA


“El balcón en invierno”. Luis Landero. Tusquets Editores. 2014. 248 páginas.

Desde su deslumbrante debut literario con “Juegos del amor tardío” en 1989, Luis Landero (Alburquerque, 1948) se ha consolidado como uno de los narradores más importantes de la literatura española actual. El escritor extremeño afincado en Madrid acaba de publicar “El balcón en invierno”, su octava novela, que sucede a la magnífica “Absolución” que reseñamos aquí hace dos años.

Aunque catalogada y presentada editorialmente como tal, si atendemos a la ausencia de ficción en la obra, “El balcón en invierno” no es propiamente una novela. Se trata de un relato de memorias personales del autor, que evoca algunos momentos de su infancia y juventud y se remonta en lo posible en el pasado de su familia de campesinos extremeños. En el primer capítulo, titulado “No más novelas”, el narrador nos dice que, aunque ha comenzado a escribir una nueva novela cuyo protagonista va a ser un jubilado, se muestra cansado y algo aburrido ante la ficción (“¿Es que no ves que hoy casi nadie lee novelas, o al menos novelas literarias, y que hay placeres y modos de entretenimiento, y ofertas de ocio en general, más fáciles, baratas e instantáneas, y que tú mismo durante estos meses te has entregado gustosamente a ellas, como un niño en una tienda de chuches, feliz quizá sin atreverte a confesarlo?”). Fue al salir al balcón (“ese espacio intermedio entre la calle y el hogar, la escritura y la vida, lo público y lo privado, lo que no está fuera ni dentro, ni a la intemperie, ni a resguardo”) cuando recordó un anochecer de finales de verano de 1964, pocos meses después de la muerte de su padre, y –como si el balcón a la noche madrileña fuera la magdalena prusiana que Landero necesitaba para disparar su memoria– los recuerdos del pasado se precipitan y lo que iba a ser una novela se convierte en un aluvión de episodios del pasado personal y familiar. Los recuerdos de una familia –sus padres, sus tres hermanas mayores y él mismo, único hijo varón del matrimonio– que abandonó el campo extremeño para instalarse en un piso del barrio de la Prosperidad en Madrid, donde las mujeres del grupo familiar van a regentar un taller de confección bajo la mirada vigilante y supervisora del malhumorado padre.

Y así, Landero va recordando sus años juveniles de zascandil y algo golfillo, sus diversos trabajos poco duraderos, sus pinitos como guitarrista con el tío Paco y los, tal vez idealizados, años de la infancia en el campo y el pueblo extremeños, de los que evoca con nostalgia y emoción una cultura antigua y campesina de raíces ancestrales que ha sido aniquilada por los nuevos tiempos. Un mundo perdido para siempre que ya nunca volverá.

Si un personaje adquiere una relevancia especial en el libro, este es el padre del escritor. Un hombre severo y amargado, que vive con la esperanza de que sea su vástago el “hombre de provecho” que él nunca ha podido ser. Sin embargo, la muerte del progenitor le impide a este ver el cambio experimentado más tarde por el hijo, que recibe con cierto retraso la llamada del saber, estudia en academias nocturnas, lee con desordenada avidez y acaba convirtiéndose en profesor y escritor, él, que procedía de una familia de labradores en la que nunca había habido un solo libro.

“El balcón en invierno” es una hermosa narración, evocadora de un mundo rural ya extinguido, con historias, anécdotas y recuerdos entrañables, contados con la prosa rica y el estilo primoroso de uno de los mejores escritores de nuestra lengua.

Carlos Bravo Suárez


jueves, 18 de diciembre de 2014

BELÉN MONTAÑERO EN RIBAGORZA

                             
                   
                                                                                                       

                                                                                                                    
Desde hace cinco años, en las fechas previas a la Navidad, el Centro Excursionista de la Ribagorza sube un pequeño belén montañero a la cima del Turbón, la robusta y mítica montaña que emerge en el corazón geográfico de  nuestra comarca y constituye el emblema y anagrama de nuestro club. Se trata de un ligero pesebre artesanal confeccionado por la Asociación Belenista de Graus, entidad que realiza en la localidad el montaje de un gran nacimiento navideño incluido en la Ruta del Belén de la provincia oscense.

Fue el pasado 7 de diciembre cuando el CER realizó esta actividad anual prenavideña. A pesar del fuerte viento de la jornada, veinte miembros del club excursionista grausino llevamos el coqueto belén hasta lo más alto de nuestra montaña preferida. Como en anteriores ediciones, la ascensión se realizó desde Las Vilas, un poco más arriba del balneario de la localidad y de la planta embotelladora de sus apreciadas aguas. Allí, a 1400 m. de altitud, en el arranque de una pista forestal que poco después cierra al tráfico una cadena, dejamos nuestros vehículos.

Tras caminar unos metros por la citada pista, tomamos a nuestra izquierda un atajo marcado con algunos hitos y sucesivas estacas rojas. Volvimos en pocos minutos al camino ancho y enseguida se nos presentaron dos opciones: seguir por la derecha el sendero tradicional balizado, o continuar hasta el final de la pista y desde allí ascender por otro sendero marcado con hitos que lleva a la colladeta de Porroduno, desde donde una empinada canal gana altura con rapidez y alcanza la parte alta de la montaña. Sin nieve, esta segunda opción es más rápida y directa, aunque siempre resulte algo más incómoda. La presencia de nieve o hielo hace esta elección poco aconsejable y, como pudimos comprobar al seguir este atajo varios de los participantes, tampoco supone en este caso ningún ahorro de tiempo en la subida.

 La mayor parte del grupo seguimos el camino balizado que, por la derecha de la pista, se adentra en un frondoso bosque de pinos. Al abandonarlo, y con las paredes orientales del macizo o frontón de las Bruixas delante de nosotros, el sendero se empina con brío y nos lleva hasta el collado de las Canales, donde el panorama se abre y muestra las primeras vistas del norte pirenaico, con el Gallinero, las Maladetas, el Aneto o el Tempestades –ese día totalmente nevados– como telón de fondo.

Desde aquí, siempre siguiendo los hitos de piedras, giramos 90º a la izquierda en dirección al sur. Tras andar un rato por lo alto del macizo en espacios muy abiertos, se desciende a una pequeña vaguada que se sigue por la derecha, con el Turbonet (2.344 m.) levantándose ante nosotros. Después de girar a la izquierda, confluimos con el camino que sube por la cara norte del macizo, siguiendo la canal de San Adrián, que se abre amplia a nuestra derecha. Desde este punto, situado a 2.276 m. y denominado la Portella, hay que encarar hacia el oeste la subida final que lleva a la cima, el Castillo de Turbón, a 2.492 m de altitud. Allí, en la base del desaparecido vértice geodésico, en un día de fuerte y frío viento, como ofrenda y agradecimiento a la montaña que nos cobija y protege, colocamos con mimo nuestro belén. Según creemos, el más alto de los nacimientos montañeros instalados por estas fechas en nuestro Pirineo.

Datos prácticos:

Desnivel: 1.092 m.

Duración: 4 horas de subida y 3 de bajada aprox.

Carlos Bravo Suárez
(Centro Excursionista Ribagorza)

Artículo publicado hoy en el suplemento "Aragón, un país de montañas", de Heraldo de Aragón.
Las cuatro fotos son las que aparecen en el artículo.

domingo, 14 de diciembre de 2014

CATORCE MINIATURAS HISTÓRICAS

                                   

“Momentos estelares de la humanidad”. Stefan Zweig. Acantilado Editorial. 2012. 312 páginas.

Cuando en 1927 se publicó “Momentos estelares de la humanidad”, Stefan Zweig (Viena, 1881 – Petrópolis, Brasil, 1942) era un escritor famoso y el libro fue ya en aquel tiempo un considerable éxito de ventas. La suerte del autor austriaco cambió por completo con la llegada de los nazis al poder. Por su condición de judío, sus obras fueron prohibidas en Alemania y el propio Zweig tuvo que trasladarse a Londres, París y finalmente a Sudamérica. En 1942, el escritor y su mujer se suicidaron juntos en Brasil.

Stefan Zweig es autor de un buen número de novelas, relatos y biografías noveladas, y algunas de sus obras han sido llevadas al cine. Tras su suicidio, su fama decayó notablemente, pero en los últimos tiempos su obra se ha visto continuamente revalorizada. Aquí en España, está siendo editada desde hace unos años con exquisito buen gusto por la editorial Acantilado. Entre los muchos libros escritos por Zweig, destaca en mi opinión sobremanera “El mundo de ayer”, unas extraordinarias memorias personales cuya lectura recomiendo encarecidamente. “Momentos estelares de la humanidad” es uno de sus títulos de mayor éxito y ha sido traducido a multitud de idiomas.  Acantilado lo editó de nuevo en español en 2002 en una espléndida traducción de Berta Vías Mahou, que creo anda ya próxima a su vigésima reimpresión.

 “Momentos estelares de la humanidad” contiene catorce breves relatos históricos a los que, tal como se recoge en el subtítulo del libro, el autor otorga el pictórico nombre de miniaturas. Son catorce momentos importantes de la historia de la humanidad que abarcan un amplio espectro temporal que va desde el asesinato de Cicerón en el año 44 a. C. hasta el fracaso del plan de paz del presidente estadounidense Woodrow Wilson en la Conferencia de París de 1919. Entretanto, y por este orden, Stefan Zweig relata, en tono novelesco y con cierta dramatización en ocasiones, la toma de Bizancio por los turcos en 1453, el descubrimiento del océano Pacífico por Núñez de Balboa en 1513, la composición de “El Mesías” por Friedrich Händel en 1741, la creación de “La Marsellesa” por parte del antirrevolucionario capitán Rouget en 1792, la derrota de Napoleón en Waterloo en 1815, la composición de “La elegía de Marienbad” por Goethe en 1823, la fiebre del oro en California en 1848, el no fusilamiento in extremis de Dostoievski en San Petersburgo en 1849, la instalación del telégrafo entre Europa y América en 1858, la muerte de Tolstoi en 1910, la lucha por llegar al Polo Sur y la muerte de Scott en 1912 y el viaje de Lenin en tren desde Suiza a Rusia en 1917.

En estas escenas históricas, que se leen con amenidad novelesca, Zweig pone las luces tanto en la decisión y el coraje de algunos personajes para lograr sus propósitos como en el fracaso de otros en su intento. En ambos casos, unas u otras acciones cambiaron el curso de la historia. Por la indecisión de unos minutos del mariscal Grouchy, Napoleón fue derrotado en Waterloo cambiando así la historia del mundo. Fueron sólo unos segundos los que impidieron el fusilamiento de Dostoievski, quien por fortuna para todos pudo escribir posteriormente “Los hermanos Karamazov" y otras muchas extraordinarias novelas.

 En estas pequeñas historias, Zweig toma partido siempre por la tolerancia y la razón frente a la fuerza y la intransigencia. Incluso tiene un pequeño punto de visionario cuando, al escribir este libro en 1927, ya vislumbra en su último relato las consecuencias trágicas que el fracaso del plan de paz de Wilson tendría para el devenir de la historia inmediata.

“Momentos estelares de la humanidad” es una obra ya clásica que cerca de un siglo después de haber sido escrita se sigue leyendo hoy con amenidad y deleite. De ahí sus continuas reediciones y su permanente éxito.


Carlos Bravo Suárez

domingo, 7 de diciembre de 2014

LA FIESTA DE LA INSIGNIFICANCIA



“La fiesta de la insignificancia”. Milan Kundera. Tusquets Editores. 2014. 144 páginas.
            
Con sus 85 años cumplidos, y tras una ausencia literaria de casi tres lustros, Milan Kundera (Brno, 1929) acaba de publicar una nueva novela titulada “La fiesta de la insignificancia”. Y, aunque deseamos que no sea así, tal vez esta pequeña pero jugosa obra suponga el testamento narrativo del escritor checo, que desde hace años reside en París y posee también la nacionalidad francesa.

“La fiesta de la insignificancia” parece un divertimento literario del todavía lúcido e inspirado Kundera, una burla, una broma, un vodevil, un esperpento, una novela surrealista en la que no se cuenta ninguna historia y cuyos personajes (Alain, Ramón, Calibán, Charles, D’Ardelo) pueden parecer guiñoles, marionetas, caricaturas, seres absurdos y disparatados que dialogan entre sí o inventan a otros personajes en un ambiente algo etéreo e irreal. Todo para elevar al humor al único trono reinante, y convertirlo en la única respuesta posible ante el predominio trágico de la insignificancia y la estupidez humanas.

Si bien la obra literaria de Kundera es en general más bien seria y trascendente, la broma y la risa ya aparecían incluso en los títulos de algunos de sus libros anteriores, aunque en ninguno tiene el humor tanto protagonismo como en “La fiesta de la insignificancia”. Hay un párrafo de esta divertida novela que permite entender perfectamente la intención que el escritor ha querido trasmitir con ella. Ramón, uno de los personajes, afirma lo siguiente: “[…] En su reflexión sobre lo cómico, Hegel dice que el verdadero humor es impensable sin el infinito buen humor, escúchalo bien, eso es lo que dice literalmente: ‘infinito buen humor’. No la burla, no la sátira, no el sarcasmo. Solo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres, y reírte de ella”. Unas páginas antes, el mismo personaje asegura: “Comprendimos desde hace mucho que ya no es posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre huida hacia delante. Solo había una resistencia posible: no tomarlo en serio”.
           
“La fiesta de la insignificancia” empieza con la contemplación de las muchachas que enseñan el ombligo en un parque parisino y con la reflexión sobre la actualidad de esa parte del cuerpo como nuevo reclamo erótico femenino.  Frente a otras partes de la mujer más clásicamente eróticas, como los pechos, los muslos o las nalgas, el triunfo moderno del ombligo significa la pérdida de la individualidad frente a la repetición uniformadora propia del mundo de hoy. Esa falta de diferenciación de los individuos, tan criticada por el escritor checo en los regímenes comunistas, parece haberse extendido también sin remedio al mundo capitalista occidental.
           
Junto a los cinco principales antes citados, otro personaje guiñolesco algo más secundario de la novela es Josef Stalin, centro habitual de la crítica al totalitarismo en Kundera y que aquí se enmarca en el tono general de broma de la narración. De Stalin se cuenta –a través de las memorias de  Kruschev– alguna anécdota de caza y la broma pesada que solía gastarle al pobre Kalinin, que sufría de incontinencia urinaria. Sin embargo, en un insólito rasgo de indulgencia, el gran tirano acabó recompensando a Kalinin poniendo su nombre a una importante ciudad rusa.
           
“La fiesta de la insignificancia” muestra, pese a su carácter bromista, el escepticismo de Kundera y su desencanto al final del camino. Como dice otro de los personajes de la novela, “hay tantas representaciones del mundo como hay personas en nuestro planeta; eso crea inevitablemente el caos”. Y, frente al caos de la vida y la insignificancia de los humanos, solo caben la bufonada, el humor, la broma y la risa.

Carlos Bravo Suárez